La psicóloga argentina, catedrática en la Universidad de Pensilvania tras más de 30 años en EE UU, investiga qué lleva a la gente a cambiar de opinión
Los árboles, en pleno estallido primaveral, la sombra, las calles peatonales o los bancos para sentarse en la Universidad de Pensilvania contrastan con el jaleo de vías y puentes que zurcen la ciudad de Filadelfia. En el campus, un cartel indica el arquitecto de cada edificio. El Centro Annenberg de de Políticas Públicas, donde Dolores Albarracín (La Plata, Argentina, 59 años) tiene su despacho, lo firmó el premio Pritzker japonés Fumihiko Maki. En la fachada, una banderola felicita a la catedrática por su Premio Fronteras del Conocimiento en la categoría de Ciencias Sociales que concede la Fundación BBVA, que nos ha traído a Filadelfia para poder entrevistarla antes de la entrega de los galardones en Bilbao el 19 de junio. Hace 10 años que trabaja aquí. Y 33 que vive en Estados Unidos. Su hija, de 30 años, es socióloga en la Universidad Estatal de Míchigan. Su hijo termina Periodismo en Illinois. El padre de ambos —su pareja durante 17 años— es un médico argentino que también vive en EE UU. Su pareja actual es un químico de Ohio y, sin embargo, ella acaba de solicitar la ciudadanía española a la que optaría por su antepasado el lingüista Amado Alonso, “amigo de Lorca que cuando lo mataron se fue a Argentina y, con la llegada de la dictadura, a Harvard. Hay una enseñanza en su vida y en su eterno comenzar”.
Creció en los años de la dictadura argentina. Y la coerción que vio terminó dándole una profesión.
Mi madre era profesora de Psicología. Mi padre, de Derecho, y visitaba a presos políticos en la cárcel. Era conservador, pero durante el peronismo conoció a mucha gente y amplió su punto de vista. Se reunían para hacer campaña para que regresara Perón, que estaba exiliado en España. Esa época fue de gran optimismo. Pero cuando regresó empezaron los enfrentamientos armados entre peronistas. Dejaron de tener en común el deseo del regreso y comenzaron a matar a nuestros amigos y familiares. Recuerdo a mi abuela vasca diciendo: “Ay, no, no, a su papá lo van a matar”.
Tenía ocho años.
Soy la mayor de tres hermanos y nos recuerdo ayudando a nuestros padres a quemar libros. Yo qué sé: Foucault… No es que fueran manuales para hacer bombas.
¿Cómo conoció la coerción?
Pese a que mi papá era el más conectado políticamente, los milicos se llevaron a mi madre y a muchos otros psicólogos de La Plata, que, entonces, era una ciudad donde todos nos conocíamos y se podía señalar a la gente. Mi padre le pidió al obispo que la salvara. Y lo consiguió. Al resto de los psicólogos los mataron. Lo que me quedó fue esa enseñanza: la madre de mi madre preocupada por mi padre y a la que secuestraron fue a ella. Mi madre se convirtió en una superviviente. Es extraño vivir cosas atroces. Lo peligroso no se anuncia. Después de vivir ocultando lo que pensábamos durante años, mi motivación fue estudiar para poder hablar abiertamente.
Estudió Letras y Psicología.
En La Plata habían cerrado las facultades de Psicología, Periodismo y Cine porque eran temas subversivos. Me apunté a Letras y, en otra Universidad, la católica, a Psicología.